Jesús se fue al monte a orar, y se pasó la noche en la oración de Dios. Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos, y eligió doce de entre ellos, a los que llamó también apóstoles.
A Simón, a quien llamó Pedro, y a su hermano Andrés; a Santiago y Juan, a Felipe y Bartolomé, a Mateo y Tomás, a Santiago de Alfeo y Simón, llamado Zelotes; a Judas de Santiago, y a Judas Iscariote, que llegó a ser un traidor.
Bajando con ellos se detuvo en un paraje llano; había una gran multitud de discípulos suyos y gran muchedumbre del pueblo, de toda Judea, de Jerusalén y de la región costera de Tiro y Sidón, que habían venido para oírle y ser curados de sus enfermedades. Y los que eran molestados por espíritus inmundos quedaban curados.
Toda la gente procuraba tocarle, porque salía de él una fuerza que sanaba a todos.
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Le seguimos, porque nos fascina su palabra. Porque su autoridad es especial.
Es ya de noche, y se retira a orar. En esos ratos se aparta, y normalmente todos bajamos la voz, o quedamos en silencio. Impresiona verle así, recogido, concentrado… ver su rostro en paz. Algún día me gustaría preguntarle cómo habla con Dios.
Cuando despierto, acaba de amanecer, y él ya está con nosotros. Somos muchos. Pero va llamando a algunos. No sé bien para qué, pero me gustaría que también a mí me eligiese. Voy viendo cómo se iluminan los rostros de Simón, de Andrés, de Mateo, de Tomás… de todos. Y entonces me llama a mí. Y siento que el corazón me da un vuelco. No sé qué querrá de mí, pero sé que quiero decir sí.
Entonces, volvemos al camino. Y al rato estamos rodeados de gente que le busca. Son los más pobres, los intocables, los que no tienen ningún otro sitio en el que ser atendidos. Pero él va dedicándoles tiempo. Su fuerza lo cambia todo.
(Rezandovoy)